A principios de abril habíamos zarpado rumbo a Grecia, pero un grave problema de salud de mis padres me obligó a volver atrás. Tuve que cancelar los viajes y preparar un nuevo programa adaptado a mi situación. Agradezco a los tripulantes de Onas la comprensión y el cariño mostrados en estos momentos difíciles. Tenía muchas ganas de llegar a Estambul, iremos tarde o temprano, pero después tantos años de dar vueltas por el Mediterráneo mi intención, regresado de Grecia, era hacer las temporadas de verano en la Costa Brava. Solo me he avanzado un poco en realidad.
Este verano, pues, hemos navegado en travesías de siete días, en uno u otro sentido, entre dos ciudades históricas de los Países Catalanes: Barcelona y Perpinyà.
Cada semana hemos zarpado hacia el norte desde Badalona ( o de Perpinyà, en sentido contrario) navegando cerca de las larguísimas playas del Maresme, donde aprendí a nadar, a hacer castillos de arena y a leer los vientos en la superficie del mar. Hemos contemplado desde cubierta las verdes y suaves colinas de las cordilleras de Marina, del Montnegre, el Corredor y el tozal imponente del Montseny. Hemos bordeado los pueblos «de Mar», los antiguos núcleos de pescadores sobrecrecidos, conectados por rieras secas, propensas a crecer exageradamente, con los pueblos originales «de Dalt» (de arriba), retirados del mar, escondidos de los piratas, tras las colinas.
Con el viento de garbí en la popa, enfilando trasluchadas, hemos pasado los bajos traidores de la Tordera y llegado oficialmente a la Costa Brava en las rocas de la Palomera, en Blanes. El litoralse eleva, los pinos tocan el mar y las calas interrumpen de vez en cuando los acantilados rojizos. Con calmas y vientos de norte hemos hecho las primeras zambullidas en Sant Francesc o en Llorell, con viento de garbí continuamos un poco más allá de la villa amurallada de Tossa, donde descubrí la vela hace más de 40 años, para tirar el ancla en las aguas Turquesas de Futadera o cerca de las rocas e islotes, perfectas para explorar con el kayak, de la cala de Sant Pol. Esta primera noche aprovecho para cocinar un muy adecuado “Mar i muntanya” (albóndigas con sepia) típico del país y en una ocasión, en puerto, incluso coincidimos con la veterana orquesta Selvatana, ¡¡¡qué recuerdos!!!
Al día siguiente, después de desayunar tranquilamente, cruzamos la bonita bahía de Palamós, para ir a darnos un baño en la playa del Castell, flanqueada por antiguos varaderos y una fortificación íbera, virgen gracias a la tenaz lucha vecinal de los años 80. A partir de aquí, hacia el norte, si hay situación de tramontana o mistral el viento y el mar empiezan a notarse en serio. A menudo hemos tenido que luchar bordo a bordo, contra viento y marejada, alejándonos mar adentro para librar las islas Formigues, acercándonos mucho a la costa para arañar cada milla a barlovento. Recuerdo especialmente una virada gloriosa casi junto a los bajos de Port Bo en Calella de Palafrugell en un día radiante de tramontana a finales de julio. Pasada el cabo Negre y tratando de obviar los chalets que estropean las montañas de Begur subimos hacia las islas Medes, uno de los parques naturales marítimos más antiguos y conocidos de nuestro litoral. Con gafas, tubo y aletas nadamos hasta los arrecifes para observar la riquísima vida marina. Además de obladas y salpas, tan habituales, pero menos asustadizos y mucho mayores, hemos podido ver barracudas, meros y morenas en todas nuestras visitas. Con vientos del sur pasamos la noche en cala Mongó o en la playa del Rec, cerca de L’Escala, uno de mis fondeadores preferidos en la zona: seguro, poco frecuentado y con buenas vistas al casco antiguo y al puerto griego. El mismo sitio donde unos marineros Foceos hace 4500 años nombraron un mercado, Emporion, y un lugar donde desembarcar, Skala. Pasada la noche en el ancla, o en puerto,por la mañana ponemos proa al cabo Norfeu, a menudo a vela gracias a las brisas, bastante regulares, de la impresionante bahía de Roses. Me fascina sentir el velero navegando a plena potencia, con las velas bien trimadas, escorado a sotavento y cortando la ola velozmente y, de vez en cuanto, levanto la vista para observar el contraste entre la llanura del Empordà y la sierra de la Albera y el Canigó. ¡Qué placer! Este día hacemos recalada obligada en Cadaqués, el pueblo más fotogénico y esnob de la costa Catalana. Aunque me gusta pasear por sus calles estrechas, encontrar a Pol y ver a los exvotos marineros de la iglesia de Santa María, no bajo mucho a tierra, demasiada gente. Pese a que el apretujo de barcas es importante nos sentimos privilegiados cenando en la bañera del velero una fideuá, unos mejillones al vapor o unas sardinas a la brasa contemplando el pueblo iluminado, lejos del ruido incesante de la orilla. En una ocasión, tuvimos suficientes ánimos para hacer la excursión matinal a Sant Sebastià, una ermita encaramada al monte del Pení. El camino es largo y empinado, no hay muchas sombras y mucho polvo, pero las vistas de la villa blanca y la bahía hasta el Cabo de Creus son sorprendentes. De vuelta al velero zarpamos hacia Guillola, una cala ancha,profunda, bien protegida de los vientos del norte donde nos refrescamos y comemos antes de pasar el Cabo de Creus. Doblar el cabo ha sido una experiencia importante en cada travesía. Lo hemos pasado ciñendo y con el viento en la popa, con marejada y en calma, a vela o a motor pero nunca nos ha dejado indiferentes. Éste y el cabo de Tortosa, en el Ebro, son los accidentes geográficos más destacados de la costa catalana, protagonistas indiscutibles de las ventoleras de tramontana y mistral, temidos y respetados por los marineros desde la antigüedad. Normalmente, si no hay marejada, enfilamos el paso entre las islas de la Massa d’Ors y S’Encalladora, ancho y seguro, mientras contemplamos en silencio cómo los Pirineos se sumergen en el mar.
Una vez en el “Mar d’Amunt” pasamos cerca de Culip y fondeamos en Taballera, mi cala preferida, la única donde no tengo miedo de enrocar el hierro, donde hay espacio suficiente para un montón de barcas y, a menudo, nos quedamos solos o casi a pasar la noche. Muy cerca, pasada la querida cala Tamariua doblamos el Cabo de la Creu y entramos en el saco del Port de la Selva, no tan sublime como Cadaqués pero mucho más ventilado, guardo preciados recuerdos de juventud. Este año he vuelto casi en peregrinación, feliz.
Nuestra siguiente escala, si hay vientos del sur, es siempre el Garbet, una cala amplia, segura y sin edificaciones, buena para nadar y ver pececillos. Si hay norte (aquí el norte da mucho miedo) o el tiempo no es seguro voy a buscar cobijo a Portbou: pequeño, tronado, acogedor. No es un lugar espectacular, encajonado entre oscuras montañas, el mar y una estación de tren mastodóntica. Un lugar de frontera, de fugitivos y ferroviarios, acogedor y poco turístico, nada estirado. He pasado muchas noches esperando que calmase la tramontana. Me encanta cenar tapas sin pretensiones bajo los plátanos de la plaza, beber los vinos de la tierra, hacer la compra con mis hijos y enviar postales que tardarán semanas en llegar.
Pasado Portbou entramos la Catalunya ocupada por el estado Francés. Francia en realidad, en la costa es difícil encontrar ningún rasgo de catalanidad fuera de banderas sin alma y folclor torpe mercantilizado. No he podido hablar con nadie en mi lengua, el genocidio cultural es, creo, definitivo. Desde Cerbera hasta las playas de Argelès las autoridades han colocado boyas de utilización gratuita cerca de los arrecifes y calas para evitar que las barcas estropeen la posidonia con sus anclas… chapeau! Con mis hijos y sus amigos las aprovechamos para sumergirnos a pulmón y descubrir paisajes submarinos espectaculares. Por la tarde navegamos hacia el norte, cerca de Banyuls, donde los viñedos verdes suben por las laderas, hasta doblar el cabo Bear y recalar en Collioure, la villa más espectacular de la costa Vermella. El castillo Real, el puerto fortificado y la iglesia de santa María dels Àngels, con un original campanario sobre el mar constituyen un paisaje formidable para contemplar desde la cubierta del velero y pasar la noche. A menudo los tripulantes bajan a pasear por las callejuelas, tomar un Pastis, o visitar la tumba de Machado. Yo prefiero mirármelo desde el mar
. Desde Argelès, en la última etapa de esta travesía, el paisaje hace un cambio dramático. Desaparecen las rocas y peñascos, la costa se convierte en una larguísima playa de arena rectilínea tras la que se suceden los estanques en casi cien millas. Mientras navegamos plácidamente junto a las playas, al pie del Canigó, imponente, recordamos a los cientos de miles de refugiados republicanos que fueron confinados en condiciones inhumanas en campos de concentración improvisados por las autoridades francesas. Por último, recalamos en Canet del Roselló, origen y culminación, alternativamente de cada travesía de este verano, un gran puerto deportivo muy cercano a Perpiñán, construido en la desembocadura del río Tech. Cada semana despido aquí, o en Badalona, una tripulación que espero que haya disfrutado tanto como yo de la travesía que, seguramente, habrá sido diferente a lo que todos esperábamos. Cada viaje es diferente, la gestión de las situaciones meteorológicas y las diferentes tripulaciones las hacen únicas. Espero haber cumplido sus expectativas suficientemente y volver a tenerte a bordo de Onas. Gracias.