por Cristina Malagelada Grau (A.K.A. Dr. Tenn Bioalcohol)
Empecé a escribir esta crónica antes de los atentados de Barcelona y Cambrils. Pero la sacudida del jueves negro me ha dejado sin aliento unos cuantos días. Ahora, mirándolo con perspectiva, el inicio de mi periplo por Croacia norte también pasó por el mosaico de Miró de la Rambla. Justo un mes antes. El 18 de Julio bajé hasta Canaletas con el 59, con la intensión de encontrar una bolsa blanda para ir a navegar. Sobre todo debía ser blanda y que se pudiera plegar, porque sino podía terminar durmiendo la bolsa rígida en la camilla y yo al «tambucho» del ancla. Era una tarde de un calor extremo con un sol perforando. Instintivamente crucé la Rambla bien deprisa, esquivando todos los guiris y los traficantes. Pero al llegar a la tienda, la cola de clientes salía por la puerta. Para mí, encontrar la bolsa y hacer cola para pagarla fue un ejercicio de autocontrol y mucha paciencia. Sólo ayudaba pensar en Zadar y el azul eléctrico del Adriático. Contenta por haber encontrar una joya blanda, con ruedas y suficientemente grande como para acomodar el armario náutico, subí por Porta Ferrissa. Pero no voy subir por el centro sino pegada a la banda, por si acaso. Quizás los años vividos en Nueva York en la era Bush post-torres Gemelas me condicionó al estado de alerta. Quizás fue que ya necesitaba vacaciones. Pero no debía ser una lumbrera para captar que las multitudes diarias de la Rambla, de Porta Ferrissa o de la Sagrada Familia eran un caramelo para cualquier descerebrado con ganas de caos. Y al cabo de un mes justo lo hemos vivido. Hemos visto que nos puede pasar delante del narices en cualquier momento. Pero con la respuesta colectiva rápida y ejemplar, nos ha quedado claro que somos como un coral hecho de infinitos pólipos, y que sin las microalgas dando color, seríamos un lugar yermo y sin vida. Todos diversos, en cierto modo armoniosos, y es esta simbiosis la que nos enriquece de humanidad y nos da a la vez la resiliencia.
Y ahora sin más dilación aquí tenéis la crónica:
Lucifero, el amor y el Bora
Estos italianos son unos cachondos. Tienen un canal de meteorología donde lo bautizan todo, ya sean tormentas ciclónicas como olas de calor. Y aquí es como conocimos en Lucifero o la ola de calor que nos acompañó durante los primeros diez días de agosto por el Adriático. Y digo que son unos cachondos porque en Lucifero a la Divina Comedia de Dante, lo pintan como un pringao que está en un lago congelado del que sólo sale de cintura para arriba. Y para más inri se ve que cuando bate las alas esparce aire frío por todo el infierno. Ya os podéis imaginar que recordamos con mucho cariño la madre que parió en Lucifero y la «mamma» de los meteorólogos italianos, desde el minuto 1 a Zadar.
Ahora entiendo muchas cosas, como por ejemplo que los zadarencs montaran un campo de waterpolo tras un muelle para combatir el calor. Tuve mucha suerte porque es el primero que vi en la capital croata. Un bien de dios de hombres con hombros anchos, músculos tensionados y bañadores breves, peleándose dentro del agua. Un premio que se dobló cuando descubrí la cerveza Karlovacko en una terraza en la plaza del Fórum, con algunos de los jugadores de waterpolo, desgraciadamente esta vez ya vestidos.
Pues si, embarcamos con en Lucifero batiendo las alas desde la proa (por no decir tocando los cojones todo el tiempo) y proporcionando constantemente unos 37 grados. Pusimos rumbo al norte y por la tarde llegamos liofilizados en Dugi Otok, en Cala Pantera. Lo que más me gusta, aparte de las esventades navegando, es el baño que viene después de fondear. Te vuelve a activar el cerebro después de horas siguiendo el viento invisible por sobre las olas. Cogí las gafas para investigar el ambiente subacuático. El recordaba un poco soso. Hay esperaba pepinos de mar, más pepinos de mar y alguna caracola haciendo maratones por los arenales. Pero en Cala Pantera había mucha actividad. Erizos de todos los tamaños disfrazados con conchas, obladas falsamente despreocupadas, alguna Sauper despistada, serranos, plumas, esponjas negros de formas redondeadas.Chapuzón tras zambullida y venga a molestar la fauna marina. Pero en una de las bajadas encontré algo totalmente inesperado. Encontré el amor! No, no encontré ningún jugador de waterpolo esperándome con un Aperol spritz en las manos, pero bien mirado no habría estado mal. Sobre una esponja negra encontré una carta de baraja francesa, un rey de corazones. Carlomagno.
Tenía los bordes un poco roídas y estaba descolorida pero era allí, sobre la esponja mirando hacia arriba. Me la llevé y la dejé secar. Ahora ya puedo afirmar que en algún momento de mi vida he encontrado el amor y no he salido corriendo … sino nadando! No había más o sea que la teoría de un viento poniendo fin a una timba de cartas no se sostenía. Estaba bien intrigada. Quizás alguien que ya estaba hasta los huevos, del amor, y la tiró por la borda. Todo puede ser, pero ojalá sólo fuera la carta que fuera a parar al agua.
Bueno dejémonos de gilipolleces ñoñas. En Cala Pantera hicimos una sardinada fantástica. Desgraciadamente de fondo un tipo arañaba notas inconexas a un ukelele. Algo poco más y la estrangula. Un lugar tan bucólico y siempre, siempre tiene que salir un gilipollas tocando una mierda de guitarrita. Por suerte los grillos le enterrar tan pronto cayó la noche. Cenamos con las miradas del faro iluminándonos a ritmo de unos cuantos cocodrilos. Y al día siguiente con la luz del día, nadamos sobre un campo de nácares, una especie de mejillones gigantes clavados bien derechos en los arenales tranquilos.
Llegamos a la isla de Cres y el paisaje era la definición más precisa de belleza «intrigante». Fondeamos en un entrante de mar flanqueado por una espesura de pinos tumbados y flaco. Y a orillas del agua había dos troncos pelados y secos que se aguantaban en forma de X. El entrante era hermoso pero al caer la noche, no podía dejar de imaginar todo de ojos fluorescentes mirándonos diciembre de la negrura de los árboles. Por suerte, la noche fue bien tranquila y un par de estrellas fugaces se dejaron ver. Obviamente, el ron de cubierta en duplicó el avistamiento. Pero la naturaleza intrigante de Cres no terminó con la luz del amanecer. Durante mi baño matinal -cuando aún todos dormia- el agua era un espejo. Fui nadando arriba y abajo, alargando las brazadas pero en un momento concreto, me sentí observada. Me giré y y vi dos o tres obladas a mis pies que tumbaban, silbando. Al cabo de un rato me volvió a girar y el número de obladas había duplicado. Volvieron a disimular. Me limpiar las gafas, no sea que estuviera alucinante por culpa de las legañas. Puse rumbo al velero y al volverse de nuevo, ya le habían veinte siguiéndome. La persecución duró hasta que subí las escaleras del barco. Y desde arriba todavía las veía esperando alguna migaja. Mis compañeros se rieron y me recomendaron que bebiera más agua en las noches en vez de Pampero.
Pasamos también por la isla de Krk (si, si, sin vocales, para putear!). Comimos en una grieta de mar turquesa. Y si bien la superficie era un pedregal blanco sin vegetación aparente, el paisaje subacuático era un mundo alucinante de peces, erizos, anémonas, tomates y coral. Pero al ver obladas otra vez, me puse en guardia. Me di la vuelta, me las mirar a los ojos, desafiante y señalé con dos dedos diciendo: «I’M watching you!»
Acabamos de fiesta mayor en Punat. Estos cruzados digamos que no son de espíritu muy festivo pero las nuevas generaciones, las que no han vivido la guerra, por suerte prometen. Nos lo demostró un nano que las bailaba todas, dándolo todo, ante el escenario. Realmente deberíamos hacerlo más a menudo esto de bailar como si nadie nos estuviera mirando, como si estuviéramos solos. Estaríamos más contentos y seguro que más de uno estaría mucho más en forma.
Y aquí es donde entró el temido Bora. Nuestro intento de llegar a Pula para ver una guerra de gladiadores con poca ropa quedó frustrado por una previsión meteorológica desfavorable. Bora deshecho. Era tanto como decir «muerte y destrucción absoluta». Por lo tanto cambiamos los planes y fuimos hacia el sur. Hacia Ilovic (va, aquí ya hay vocales, no os quejéis!). Fondeamos en boya sobre unas praderas de posidonia tan verdes que la Julie Andrews podría haber hecho la versión acuática de «Sonrisas y Lágrimas». Allí si que fue un festival de vida marina, con «bukake» de pepinos de mar incluido. Después de cenar en cubierta terminamos haciendo romos y maraskas y escuchando «Sapore di madre» bajo la luz de la luna. Y en Lucifero todavía teníamos sentado en la proa, batiendo las alas, dando aún más por saco porque quería escuchar «Sepultura» y no nos dio la gana de ponerle ninguna canción.Y a la mañana siguiente, escondidas tras las posidonias las matona de las obladas volvían a ser, esta vez haciendo corporativismo con las Sauper. Aterrador. De fondo sentía los tambores de «El hombre y la tierra» y en Rodríguez de la Fuente narrando como un banco de «piranyaoblades» se comían al personal. Subí al velero más rápido que el viento, renegando.
Y hablando de viento, el Bora nos persigue por la noche y por eso nos fuimos a guarecerse en la isla de Molat, ante Brgulje, un puerto tan seguro que estábamos en receso incluso de nuestra aliento. Durante todo el mediodía llegaron más y más veleros. Parecía que habían declarado el estado de excepción. Y exactamente hacia las once de la noche entendimos las carreras y el pánico náutico. Siento admitirlo pero contra todo pronóstico fue una de las noches que dormí mejor, con los tirones de las amarras y con las ráfagas de viento que mecían el barco. Seguramente por inconsciencia. Mea culpa.
Continuamos hacia el sur de Dugi Otok donde vimos un eclipse parcial de luna. Y de allí ya llegamos a las Kornati, las famosas islas de belleza inquietante. También son un buen pedregal, no queda ningún árbol pero la gracia es subir a uno de los miles de cerros redondos y trabucos al mundo. Concretamente en el mundo Kornati surrealista, donde un quebradizo de islas esparcidas por sobre una mar planíssima te dejan incapaz de pensar en otra cosa que no sea en la calma.
Y desde allí hicimos una remontada salvaje hasta Zadar, navegando de empopada y trabajando duro en cada trasluchada. Y al día siguiente tocó desembarcar. Después de diez días por estos parajes he intentado respirar bien hondo todo el paisaje, las experiencias y los amigos del periplo, para llevarme los recuerdos e ir sacando poco a poco durante el invierno, cuando los dolores de cabeza, los días cortos de luz y el trabajo ya no se aguantan. Por suerte nuestra dejamos en Lucifero llorando en la proa, (al final nos había cogido ama y todo, el muy burro!). Y el amor, el rey de corazones, quedó colgado con una chincheta en el corcho del velero.
Siempre nos quedará el azul eléctrico del adriático … y sus jugadores de waterpolo!